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Confusiones Cotidianas

Blog literario de Patricio G. Bazán

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FLUXUS (XX)

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Capítulo XX: La Verdad del Mundo

Vi la boca de la pistola, un túnel de extrema negrura que me succionaba a su interior, y luego los ojos de Lang. Sentí un hondo escalofrío que me sacudió el alma, y que a duras penas pude reprimir. No era la primera vez que un tipo sacudía un arma frente a mis narices, y la mayor parte de las veces servía para exhibir un coraje que, en realidad, no existía. Siempre miro a los ojos de un atracador, allí está todo: el miedo, la desesperación, la necesidad de que todo termine lo antes posible.
Pero en la mirada del torturador no hallé nada. Nada. Ni fastidio, ni odio, ni tan siquiera satisfacción morbosa por apoderarse de una vida. Lo que vi en esos ojos de hielo era la mirada de un muerto en vida, una singularidad incapaz de hallar placer en nada de lo que hiciera, y que por ello se veía obligado a cometer nuevas atrocidades con la esperanza de encontrar una novedad, algo que lo rescate de su inhóspito infierno cotidiano.
Una imagen se superpuso al flujo del presente, un recuerdo ajeno legado por un espectro para casos de emergencia. Una tardecita de sol, posiblemente verano. Un niño de tres o cuatro años, sentado en el umbral de su casa, con las rodillas sucias y la mirada perdida en sus asuntos. Balancea sus piernitas de junco al ritmo de una melodía que sólo él puede oír, pues los adultos ya no creemos en los ángeles guardianes. Está comiendo con mucha seriedad un pan con manteca y azúcar, disfrutando de cada bocado como si fuera distinto al anterior, una experiencia nueva y placentera que se grabará en esa cabecita de pelos desgreñados para el resto de su vida. Una vivencia dulce, sana e inocente capaz de salvar a una Humanidad amenazada por un dios airado y justiciero. Había que rescatar a ese niño a como diera lugar.
El tipo iba a disparar, y sin embargo sentí pena por él. Mi boca compuso una sonrisa compasiva, y en mis ojos aleteaba un devastador sentimiento de conmiseración por ese pobre niño perdido.
Mi voz, que no era mi voz, preguntó con tono paternal qué tal estaba la merienda: —Ist schmackhaftes Butterbrot?
Su mirada se encontró con la mía, y la sorpresa lo golpeó como una sonora cachetada. Un ligerísimo velo de incertidumbre cubrió sus ojos durante un breve instante, y un susurro agónico brotó de sus labios.
—Vatti? W… Wie kann das möglich sein? —“¿Cómo puede ser esto posible?”, preguntó su angustia.
—Recuerda el sabor de cada bocado, pequeño Willi; la verdad del mundo está allí —respondí con mi propia voz. La visión se había esfumado, dejándome completamente vacío, a excepción de un residuo de cansancio y tristeza infinita. El teniente Bastián me indagó con la mirada, indeciso. Nadie se atrevía a respirar, y mucho menos a moverse.
La mano que sostenía la pistola casi se sacudía a causa de la postura rígida y la tormenta emocional que azotaba la mente de Lang. Si ese era el único recuerdo feliz de aquel niño inocente, realmente lo lamentaba. Por él, y por todas las víctimas del monstruo en que se había convertido.
No quería que se rompiera ese hechizo, y sin embargo fue el imbécil del señor Fusco quien lo quebró. —¡Haga algo, Lang! —fue su histérica demanda.
El jefe de los espías giró su brazo con determinación, y descerrajó cuatro tiros en el pecho del empleado sin pestañear. Miró su brazo como si le perteneciera a otra persona, y dejó caer el arma al piso del ascensor.
—¿Qué es esto? —repitió con horror, y me aferró de la pechera del mameluco de trabajo —¿Qué me ha hecho?
—Devolverle su humanidad, Willi; todo el dolor, todos sus temores, todo aquello de lo que ha estado escapando desde entonces. Se la ha pasado buscando secretos en las cabezas ajenas para no tener que enfrentarse a los suyos. ¿Cuándo va a enfrentar a esos miedos que no lo dejan vivir? —concluí.
Abrió la boca muy grande, como para dejar escapar a todos los demonios que lo atormentaban cuando sonó una campanilla y se abrieron las puertas del ascensor. “Planta Baja”, anunció una voz enlatada.
Lang lanzó un alarido y se echó a correr rumbo a las puertas del edificio. Nos miramos atónitos. —Tenemos un cadáver y una pistola humeante, Rambler. ¿Qué hacemos? —preguntó Dolores. Bastián y Gianelli aún no salían del asombro.
—Supongo que salir de acá lo antes posible —contesté, señalando el pasillo— .Los de seguridad se fueron, o se mataron entre sí.
Las puertas estaban abiertas de par en par y en la recepción no había un alma, aunque podían verse sobre los lustrosos pisos de mármol algunas manchas de sangre, papeles dispersos y un zapato negro de hombre dado vuelta, como restos de un naufragio recuperados por la marea.
Bastián apoyó una pesada mano sobre mi hombro. —Pará, hermano; explicame qué pasó allá adentro, porque algo pasó entre ustedes dos.
Gianelli nos seguía a tranco ligero, probablemente tan trastornado que no conseguía armar una frase coherente. —¿Lo hipnotizaste o qué? Porque el coso ése nos iba a rellenar de plomo…
—Algo así, tano —respondí con dificultad. ¿Cómo explicarlo? Conocía más o menos a mis compañeros, pero ¿cuánto sabían ellos sobre mí?
Dolores se puso a mi par. Ella me conocía mejor, indudablemente. —¿Creen en lo paranormal, muchachos? Lo que ocurrió en el ascensor fue que mi amigo medium se comunicó con el espíritu del padre de Lang, que vino del Más Allá para pedirle que sea bueno. ¡Fin de la explicación!
Al final quedamos los cuatro alineados caminando ligerito, aunque no en silencio.
—O sea, que es verdad eso que dicen de vos, que podés hablar con los difuntos… —Bastián dudaba, creía a medias, quería creer pero no se lo permitía —. Si ese es tu secreto, quedate tranquilo que no sale de nosotros. ¿Escuchaste, tano?
Gianelli acusó recibo. —Una vez se le escapó a tu viejo, pero como esa noche estábamos medio en curda, no le di mucha importancia. Pero después de lo que he visto esta noche, si se lo contara a alguien me encerrarían en un loquero. ¡Bocca chiusa, bersagliero!
—Gracias, conspiradores míos. Ahora, menos preguntas y más sigilo, que falta poco. ¡Una vez afuera, cada cual por su lado! —Esa parte del plan era la que nos gustaba menos, pero había que reducir las probabilidades de que nos capturaran: jamás poner todos los huevos en la misma canasta.
Al bajar la escalera de entrada, encontramos al temible señor Lang sentado en el último escalón, con la mirada perdida y meciéndose al compás de una tonada infantil. Un imperceptible hilo de saliva se escurría por sus labios temblorosos.
—O, du lieber Augustin, Augustin, Augustin… O, du lieber Augustin, alles ist hin…
Íbamos a seguir de largo, pero el anarquista se agachó a su lado y agitó una mano frente a los ojos del hombre. —¿Y a éste que le pasó? —me preguntó.
Bastián lo agarró del brazo para alejarlo. —Está volviendo a casa, tano. Te propongo que por una buena vez te dejes de hincharle las pelotas al prójimo, y hagas lo mismo. ¡Vía! —gritó, y le dio un empujón que lo hizo trastabillar unos cuantos pasos. Gianelli nos obsequió un par de obscenidades en italiano y se alejó con paso torcido para el lado del puerto.
El aire estaba sobrecargado de sirenas, bocinazos y algunos disparos lejanos. Había refrescado bastante, y la noche parecía más peligrosa que nunca.
—¡Esta situación ya no está en nuestras manos, teniente —grité sobre el barullo de una ambulancia que pasaba por Moreno—; no tenemos un plan de contingencia para una guerra civil!
—Veamos primero si encontramos nuestra camioneta intacta —contestó un momento después—. Iremos improvisando sobre la marcha, según se calmen los ánimos o bien se vaya todo al carajo.
Caminamos una cuadra a paso ligero, impulsados por el miedo a cruzarnos con algún trastornado. Dolores y yo marchábamos del lado de la pared, abrazados para resguardarnos del viento gélido que nos sacudía las ropas como un chico caprichoso. Bastián, fiel a sus principios, iba solo junto al cordón de la vereda, oteando el panorama con ojos de milico. Por mera fortuna hallamos el vehículo donde lo dejamos, aparentemente intacto.
Durante el viaje de regreso apenas si cruzamos alguna frase: nos sentíamos tan cansados, nerviosos y desmoralizados que hasta pestañear constituía un gran esfuerzo. Finalmente, abandonamos la camioneta a una cuadra de mi guarida, y a las dos de la mañana ya estábamos a resguardo. El teniente se quedó montando guardia en un sillón con la compañía de la radio para pescar alguna noticia (al parecer, sólo pasaban música), y Dolores y un servidor nos desmayamos en la cama sin quitarnos los uniformes. Mañana sería otro día.
Por hoy, habíamos hecho más que suficiente.

(continuará)

FLUXUS (XIX)

FLUXUS19

Capítulo XIX: Nada nuevo Bajo el Viejo Sol

Gritos, golpes, y el agónico grito de Gómez que nos sacudió el estupor. De algún modo, el tipo se las había arreglado para escabullirse en silencio hacia la puerta en busca de ayuda, y lo que recibió a cambio fue el linchamiento instantáneo por parte de un tribunal salvaje e inmisericorde. En diez pasos estarían sobre nosotros, y ¿quién, bajo este viejo sol, pudo alguna vez razonar con una turba enfurecida? Nos harían pedazos antes de que comprendieran que no éramos enemigos.
Siete pasos. Seis pasos. El rugido de una cincuentena de gargantas enronquecidas llenando el espacio hasta hacer explotar los oídos; cortezas visuales telegrafiando señales hostiles a la amígdala cerebral, hipotálamos desencadenando el sistema de emergencia ante la presencia de enemigos, respuestas motoras en forma de puños, garras, colmillos tintos en sangre ajena, siempre ajena.
El paraguayo Correa, sin que nadie le dijera nada y armado con una pesada llave inglesa, nos ordenó echarnos al piso y hacernos los muertos. —¡Déjenme intentarlo, o nos van a asesinar!
Nos miramos, confusos, abrumados por la velocidad con que la situación se estaba yendo de madre, pero Bastián decidió por todos. —Tiene razón… ¡Lléveselos y que se pierdan por los pasillos! —Le apretó un hombro, a modo de despedida. —Cuidate, morocho…
El hombre le respondió con un cabeceo, y una mirada triste, quizá desesperada, dirigida a nosotros. —¡Rápido, al suelo! —suplicó y salió al pasillo, aullando y agitando los brazos.
—¡Por allá, por allá; síganme! —exclamó con gesto revolucionario, y condujo a la multitud hacia el final del pasillo, como un Moisés reciclado para nuevos tiempos violentos.
Desparramados por el piso, víctimas ficticias de un obrero vengativo, aguardamos a que los aullidos de la jauría humana se apagaran poco a poco, engullidas por las entrañas de cemento y vidrio del edificio Lahussen. Dolores se había escondido debajo de una de las consolas, oculta por el corpachón del teniente y en mejores condiciones de visibilidad que nosotros, las víctimas ignoradas por los violentos en su estampida ciega e irrefrenable. Al cabo de lo que parecieron horas, susurró aliviada.
—¡Ya se fueron, salgamos ahora mismo!
Nos levantamos rápido, ayudándonos uno al otro, palpándonos el cuerpo ante la incredulidad de que un truco tan viejo funcionara. —Como en las películas del Gordo y el Flaco —señaló Gianelli, desconectando y guardando con premura sus módulos prodigiosos—. La plebe obedece ciegamente las órdenes del primer cabecilla belicoso que se presenta… ¡No cambiamos un catzo!
Pese al fatalismo del viejo anarquista, en mi corazón aún cobijaba un tenue jirón de esperanza por el éxito del dispositivo de Stockhaussen. Porque algo había ocurrido allá afuera que pulverizó la tradicional mansedumbre del hombre civilizado; algo le ordenó al ciudadano adormecido por la publicidad omnipresente que deje de rumiar sus problemas cotidianos, levante el hocico del barro de una buena vez y muja fuerte por un cambio en la situación de las cosas, aunque ese cambio exija despertar de su letargo a un dios colérico y sediento de sangre, una gestalt ejecutora de justicia tan inhumana como instantánea.
Camino a la salida busqué con la mirada al cuerpo de Gómez, pero no pude encontrarlo. «Mejor para él si pudo escapar» pensé, más como deseo que como certeza. La puerta de metal que daba al exterior, torcida y abollada por los golpes, colgaba tristemente de uno de sus goznes. Antes de emerger a la noche moteada de luces de mercurio, podían oírse los gritos de las fuerzas de seguridad que arreaban a quienes habían quedado en pie y los aplastaban contra un murallón, supongo que para identificarlos. La azotea del edificio se hallaba cubierta de cuerpos caídos, vidrios rotos y agonizantes fogatas, repartidas un poco aquí y allá, como testimonio de la súbita e inexplicable refriega. Un sargento de la Metropol nos descubrió, e hizo señas a dos guardias para que nos interceptaran.
—¡Somos operarios! —gritó Bastián —. Estábamos de servicio cuando…
—¡Rajen de acá! —interrumpió el sargento—. Derechito a casa y no hablen con nadie, ¿se entendió? ¡Vamos!
Asentimos en silencio y apuramos el paso hacia el ascensor de servicio, pero antes de llegar siquiera a presionar el botón de llamada, una orden perentoria nos detuvo.
—¿Adónde van? ¡Ese elevador está estropeado! Vengan conmigo al otro, que hay que desalojar el área…
Supe quién era antes de verlo: la misma voz gangosa y estúpidamente autoritaria que se había dirigido a mí días atrás en este mismo sitio. Mantuve la cabeza gacha para que no me reconociera, mientras lo oía increpándolo a Gianelli:
—¡Cuando todo esto se aclare, voy a hablar personalmente con Biller para que no lo deje entrar más! La Empresa no necesita de gente como usted, o esos negros subcontratados que le hacen el trabajo…
Penetramos al ascensor para personas normales con los insultos del señor Fusco resonando en nuestros oídos como una muy desagradable música funcional.
—…vagos y mal entrazados, ¡es la última vez que pisan este edificio!
Comenzaba a bullir en mis entrañas un volcán de impaciencia. Cualquier interrupción a nuestras acciones, cualquier percance o desliz fortuito me exasperaba de una manera tal que no dejaba de sorprenderme. Habíamos trazado nuestro plan bajo el signo de la cautela, y a cada instante deseaba echar todo por la borda. Observé con preocupación que la cabina del ascensor incluía una pequeña pantalla que, además de indicar en qué piso estábamos, retransmitía la programación de la red DESA pirateada por el dispositivo Fluxus. ¿Afectaría nuestro comportamiento del mismo modo que había enfurecido a la multitud que aguardaba los dirigibles allá en la azotea?
Fusco no parecía más sensible ni más piadoso que antes; de hecho, sonaba a que se había desprendido voluntariamente de su profesional barniz de caballero educado, y ahora se nos presentaba como un individuo vulgar y detestable, una cucaracha humana, una larva inmunda que contaminaba hasta el mismo aire que respirábamos. A pesar de mis innumerables recaudos, alcé mi rostro para verlo directamente a la cara, pues un hombre digno no debe jamás doblegarse ante la presencia de los miserables. Miré su boca, esperando que vomitara gusanos o cascarudos, y noté con asco que sus ojos se nublaron de terror al encontrar los míos: eran ojos de presa, de víctima, de animal débil.
—¡Usted! ¡Rambler! ¿Qué..?
No podía contenerme. Sentía la llama cada vez más cerca, un irresistible furor, una ira vengadora que ardía en mi pecho como un pequeño sol, un jugernaut de cólera justiciera que me animaba a eliminar a ese aborto de la naturaleza antes de que mancillara el propio nombre del Creador…
Fantaseaba con arrancarle la carne de su espantoso rostro cuando me distrajo un sonido agudo, una especie de campanilla electrónica que brotaba de alguna parte del ascensor. «Quinto piso», gimió una voz grabada, y las puertas se abrieron para dar paso a un sorprendido señor Lang. Helmut Lang, el Señor de los Espías, mi torturador.
Estaba en camino a la ceremonia de inauguración, impecablemente ataviado como un mago de salón, frac y galera incluídos. Su monóculo centelleó cuando se clavó en mi rostro exaltado.
El chillido histérico de Fusco cortó el aire como una cimitarra. —Señor Lang, ¡son ellos!
El ilusionista introdujo una zarpa veloz entre sus ropas y la retiró con una pistola Luger en ella, un mortífero y reluciente conejo de acero. No hubo aplausos.
—¡Ach! —graznó entre dientes, mientras me apuntaba directo entre los ojos.

(continuará)

FLUXUS (XVIII)

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Capítulo XVIII: Una Bestia Despierta

En el pasillo que llevaba de vuelta a la terraza nos cruzamos con dos operarios bloqueando el paso. Discutían entre sí a viva voz, con una avalancha de ademanes y gestos desencajados que podía terminar en una explosión de violencia. A la izquierda, la puerta abierta de una diminuta oficina dejaba salir ramalazos de luz intermitentes.
—¡No pienso salir a que me fajen por un sueldo miserable, Gómez! Esa gente está desbordada, que manden a los de Seguridad. —exclamó un individuo menudo y más bien bajo de innegable acento paraguayo. El llamado Gómez, un tipo pálido y alto que parecía su superior inmediato, se frotaba la cara con una mano como para ocuparla con algo y no tener que estrellarla contra la del otro. Cada tanto echaban una nerviosa mirada a la puerta metálica de entrada, como si en cualquier momento fuera a irrumpir por ella un monstruo devorador de hombres. ¿Qué demonios estaba ocurriendo afuera?
Ambos empleados se giraron a la vez para vernos. —¿Qué hacen ahí? ¡Ni se les ocurra salir! —advirtió el más pequeño —. Se armó una pelotera allá en la Terminal que no se puede creer…
El tal Gómez nos miró de arriba abajo antes de hablar. —¿Quiénes son ustedes?
Gianelli, que cerraba la marcha, se abrió paso entre Bastián y yo.
—¡Biller nos mandó venir para hacer una reparación! —gritó, desdoblando un papel medio astroso que sacó del bolsillo trasero de su pantalón—. Aquí está la orden que tienen que firmar, así cobramos…
—Ya sé quién es, Gómez —exclamó el primero, chasqueando los dedos—; el viejo este viene cada tanto para que le tiren un hueso, ¡juá!
Sin pretenderlo, Batián y yo reímos espontáneamente. El anarquista que tanta importancia daba a su leyenda, apenas si era reconocido por un empleado de bajo nivel. Gómez se unió al escarnio.
—Giambetti, ¿no? ¡Qué honor, veterano! El tatarabuelo de los piratas informáticos viene a mendigar una factura…
Eso ya no fue tan jocoso. La patada de puntín que se enterró en la entrepierna de Gómez, tampoco. Recordé que los botines de trabajo llevan puntera reforzada, y tragué saliva.
—¡Es Gianelli, burócrata de mierda! ¡Gia-ne-lli!
El otro, indeciso sobre a qué amo moverle la cola, se limitó a mirarlo con los ojos como platos.
—¡Venimos a emparchar las cagadas que se mandan ustedes, los pelotudos de planta permanente! ¿Tenés alguna otra bromita, stronzo? —El Tano estaba rojo de furia, pero también de vergüenza por causa nuestra: habíamos presenciado el rápido ocaso de una leyenda.
El tipo no dijo ni mu. Gómez, hincado en el piso, chillaba casi sin sonido. Cuestión de orgullo, supongo. Bastián puso una manaza sobre el hombro del viejo.
—Tranquilo, jefe. Esta noche estamos todos nerviosos, ¿verdad? —Esto último lo dijo en dirección al empleado, quien tomó la posta al vuelo.
—¡Es lo que le dije a Gómez! ¡Afuera todos se han vuelto locos, miren!
Ignorando al caído, ingresamos todos al cuarto. Era una especie de sala de control que, a juzgar por la docena de micromonitores empotrados en el muro, dirigía otras tantas cámaras que vigilaban la explanada exterior. Como su función era supervisar el equipamiento electrónico de la pista de aterrizaje y los tableros de información de la Terminal, no aparecía en pantalla el cuadro completo de la situación; para eso estaban las cámaras de seguridad, que ahora mismo debían estar registrando lo que sea que pasaba afuera. Sin embargo, nos podíamos hacer una idea aproximada de aquel manicomio en blanco y negro.
La cámara 1 enfocaba un gran letrero de publicidad con reloj digital que chisporroteaba por causa de un botellazo certero; la 2, parte de un rostro furioso y un puño en alto manchado con lo que podría ser sangre; la 4 y la 5 registraban desde distintos ángulos una visión que nos llenó de pavor durante algunos segundos, haciendo resonar los ecos de olvidados temores infantiles enterrados en nuestros cerebros.
Una bestia inimaginable, una masa enorme y oscura de innúmeras extremidades que se desplazaba como un paramecio enloquecido. Al ampliar la imagen, pudimos apreciar con detalle los movimientos espasmódicos del fantástico animal compuesto por empleados, guardias, algunos funcionarios menores y agentes de la Metropol, todos furiosamente entrelazados entre sí, enzarzados en una cruenta batalla cuerpo a cuerpo, de modo que no podía afirmarse a ciencia cierta a quién pertenecía aquella pierna, quién había perdido aquél casco, o quién le pegaba a cuál. Aquel monstruo múltiple avanzaba y retrocedía destrozándolo todo, entrando y saliendo de cuadro y dejando caer de vez en cuando algún miembro inutilizado. El monitor rotulado como «7» había dejado de transmitir, y el «8» mostraba un pequeño y veloz dirigible dotado de reflectores.
Dolores señaló la pantalla: —.¡El móvil de TVNews! ¿Hay señal de televisión acá?
El tipo la miró, sorprendido por la agudísima voz de un operario de ojos color miel y gafas de armazón fucsia con brillos. Con inocultable fastidio, ella se arrancó el bigote y resopló: —Soy madre soltera y necesito el trabajo; no pregunte, compañero.
Como el otro no reaccionaba, lo apartó de un empujón y comenzó a manipular diales y botones. —Uno más inútil que el otro, ya veo por qué nos relegan a la cocina…
—Correa, compañera — musitó el hombre—. Amancio Correa, para servir…
—¡Correa, correte entonces y serví para algo! —Gianelli también empujó al empleado, para sentarse frente a una pequeña consola de datos. Conectó a ésta un módulo similar al que usó para abrir la puerta, salido de su caja de herramientas, y en menos de 30 segundos consiguió conectar uno de los monitores con la transmisión del canal de noticias. Luego de un breve instante de estática (suprimida por la experta mano de Dolores mediante un par de golpes), pudimos ver por televisión lo que ocurría en vivo a pocos metros de donde estábamos.
¿Fluxus había funcionado, después de todo? Por las pantallas desfilaban sin pausa escenas de violencia, caos y destrucción, y podía apostar mi alma a que nadie sería capaz de afirmar cómo comenzó el desorden en la azotea. Mi gran temor era que la Revolución con la cual cada oprimido fantaseaba sólo se produjera en sentido horizontal, como suele ocurrir: una lucha descarnada y ciega de pobres contra pobres, mientras los enterados de turno se alzaban con todas las ganancias, y los nuevos sublevados colocaban a su gente en los recientemente vacíos nichos de poder. Ya lo habíamos vivido demasiadas veces como para no anticiparlo. ¿Ésta era la solución a nuestros problemas por la que estábamos arriesgando el pellejo?
—Si así es cómo funciona Fluxus, que el cielo nos proteja —susurró Dolores.
Iba a contestarle, pero dos sucesos simultáneos me interrumpieron: la visión en el monitor de la turba descontrolada derribando una puerta de metal muy familiar, y la inquietante certeza de que la imagen coincidía con el estrépito que acababa de sonar en el corredor.

(continuará)

FLUXUS (XVII)

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Capítulo XVII: Sombras Bajo la Luna

Ya estaba hecho. Una acción tan trivial y rutinaria como la de un dedo que presiona un botón, un centímetro cuadrado de carne humana desencadenando una secuencia de sucesos aleatorios e incontrolables, cuyo desenlace final quedaba en manos de una autoridad superior. Porque lo que ocurriera a partir de este momento, solo los dioses podían saberlo.
Terminada la tarea, restaba ejecutar el resto del plan: aguardar el arribo del último dirigible comercial del día para ocultarnos entre el gentío, desaparecer discretamente de escena, y esperar los resultados de nuestras acciones. Hasta ahora, no ocurría nada perceptible en mí; pero como el bendito artefacto operaba a nivel inconsciente, tampoco debía esperar fuegos de artificio.
¿Qué designio o plan superior cumplíamos sin saberlo, creyendo con absoluta ingenuidad que actuábamos por propia determinación? Estudié con detenimiento a mis compañeros, tres jugadores seleccionados a su vez por el dedo del ciego azar. El teniente Bastián o el anarquista Gianelli habían participado voluntariamente en la partida; el primero se sentía amenazado por el Sistema, el otro quería ajustarle las cuentas desde siempre. ¿Qué podían perder si todo salía mal? A fin de cuentas, se trataba de un policía amargado sin familia, y un revolucionario que había envejecido como un paria, esclavo de un ego famélico más peligroso que sus bombas insustanciales.
Tampoco yo escapaba de este juicio interior, para ser sincero. Un tipo ya grande, sin más ocupación que la de hurgar un poco aquí y allá en biografías ajenas a cambio de techo, comida y unos pocos pesos para solventar mis módicas manías de lobo solitario. ¿Quién iba a llorar mi partida? A lo largo de los años, había visto desfilar a miles de personas que apenas si ocupaban algún casillero de mi memoria; sombras imprecisas danzando bajo la pálida luna de una existencia inconstante, sin haber creado vínculos con otros humanos salvo el mecánico saludo cotidiano, una conversación efímera o la promesa falaz del reencuentro uno de estos días, que sigas bien.
Una sombra que pasa sobre el agua. No podía culpar a nadie salvo a mí mismo: es lo que había elegido para mí sin decidirlo, permitiendo que la marea de la Vida condujera mi nave según su capricho en lugar de empuñar el timón con firmeza.
En cambio, Dolores, mi loca amiga de tantos años, estaba metida en un juego mortal sin haberlo solicitado, y por mi propia mano. De nosotros cuatro, era la que menos merecía un final atroz como el que temía. Me comprometí a preservar su vida, a cualquier precio.
—Supongo que están pensando si esto valió la pena, ¿verdad?— Gianelli, sentado sobre una caja de cartón con los brazos cruzados, habló sin mirar a nadie en particular —.Yo lo estoy haciendo y, por si se lo preguntan en serio, no soy optimista.
Bastián encendió un cigarrillo con un fósforo, y contempló la llamita hasta que le quemó los dedos. Entonces contestó, como si hablara con su consciencia. —Un anarquista considera que el mundo es una porquería, y decide prenderle fuego. Cuando sólo quedan cenizas de él, se pregunta si era una buena idea, después de todo. Para partirse de risa, compañero…
El viejo lo contempló durante dos segundos, descruzó los brazos y se tomó la cabeza. —¡Qué hallazgo, mamma mía; un policía comediante! Dígame, Groucho: ¿qué está haciendo aquí, entonces? Porque, según veo, no está defendiendo la Ley y el Orden, precisamente…
El teniente exhaló una nubecilla azulada y rió despacio, cansinamente. —Treinta años en la fuerza me han enseñado que las leyes sólo se aplican al pobre tipo de la calle. Más de una vez he tenido que comerme los procedimientos cuando mi sospechoso resultaba pertenecer a un grupo de presión intocable. No estás inventando el choripán, tano; no vamos a cambiar el orden de las cosas con bombas, manifestaciones o atentados de alta tecnología: los poderosos reemplazan a los jugadores caídos por otros frescos para que la partida continúe.
—Entonces, ¿para qué colaboraste con nosotros? —Gianelli se desesperaba al ver que un enemigo simbólico se ponía de su lado.
El policía inhaló una larga bocanada de humo, y extendió un largo dedo moreno, apuntándome. —Por él, básicamente. Por la gente común que nunca se mete con nadie y trata de llevar una vida decente, y que cuando se cruza con una pandilla legalizada de delincuentes a complicarle la existencia, no recurre a amigotes influyentes para que le sostengan la manita porque, sencillamente, no los tiene. Le planta cara al problema y se las arregla como puede, porque nosotros no vamos a hacer nada por él salvo tomarle la denuncia y comprobar si los denunciados tienen amigos importantes. En ese caso, miramos para otro lado, y que se las apañe como pueda. Eso es la Ley, mi viejo. Por eso, cuando puedo, me pongo del lado de la Justicia. Y lo mismo corre para su compañera: gente decente, tano. Esta sociedad está podrida hasta la raíz, pero aún así tenemos que salvar lo que podamos, porque nadie más va a hacerlo.
Silencio sepulcral. El anciano anarquista asintió un par de veces, se pasó una mano por el rostro y se alzó de su asiento improvisado. —Un policía con conciencia… ¡Lo que me faltaba oír!
Dolores encontró su voz, y también que podía hacer algo con ella.
—Si para ustedes resulta difícil, para nosotras se vuelve insoportable. Creo, teniente, que no necesita que le recuerde lo poco que vale una mujer en la penosa cadena de esclavitudes de la que se nutren los poderosos, ¿cierto? De ahí comen los proxenetas, el que regentea un prostíbulo que, posiblemente, sea propiedad de un juez de la Nación, de un concejal o hasta de un intendente, por no mencionar al comisario que se lleva su tajada por hacer la vista gorda. ¿Cuántas de esas chicas terminan flotando en el Riachuelo por un intento fallido de escapar de la rueda infernal? ¿Cuántas mujeres abusadas, maltratadas, torturadas o asesinadas esperan que las autoridades hagan justicia? No lo conozco teniente, y no soy quién para juzgarlo; pero no se me escapa el hecho de que ha reaccionado sólo cuando su puesto estaba en peligro. Debió hacerlo hace mucho, mucho tiempo atrás…
Bastián me miró, como si yo fuera el tutor de esa mujer insolente. Me alcé de hombros. —Ella tiene razón, y usted lo sabe, teniente. Todos hemos decidido hacer lo correcto obligados por las circunstancias; deberíamos haber actuado antes, pero nos dejamos estar. Al menos, los cuatro queremos una vida más justa para nosotros y para el resto, aunque sigan dormidos por causa de la comodidad, la rutina cotidiana o el miedo a romper su programación.
El agudo pitido de la alarma del reloj también tenía un mensaje que dar: era el momento de completar la misión.
—¡Valor, camaradas! —exclamé, con más coraje del que sentía —. Salgamos a bailar bajo la luz de la luna…
Ya fuera que Fluxus funcionara o fuera un fraude, el cambio estaba en marcha.

(continuará)

EL VERANO DEL TRUENO – Patricio G. Bazán

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 —¡A luchar por la Justicia! —exclamo una vez más, como todas las tardes a las cuatro y media desde hace tres veranos, en este mismo y olvidado balneario de Dunas Blancas. Me siento agobiado, polvoriento y sudoroso bajo el disfraz de Trueno Naranja, el superhéroe más veloz del mundo que entretiene en grande a los chicos, y aburre soberanamente a quienes dejaron de serlo.

No me atrevo a consultar la hora, pero puedo apostar mi alma a que quince minutos y la Eternidad se me figuran la misma cosa. Ignoro si el reloj de la torre de la iglesia está en hora (o si al menos funciona), y tampoco quiero quedarme mirándolo como un bobo y que se note; pero de algún modo intuyo que el espectáculo infantil auspiciado por el Municipio está durando más de lo habitual.

Tres años, varado como una ballena moribunda en este ardiente páramo dejado de la mano de Dios, esperándola a ella, aguardando que recapacite y vuelva para decirme que todo está bien como antes; entonces yo le cubriré la cara de besos y la abrazaré fuerte (“¡tontita!»), y le juraré que las cosas van a mejorar…

Tres años.

Nada cambió, ni siquiera el guión de «Las Aventuras del Trueno Naranja», que ya ha logrado fastidiarme, y a prometerme revisar y mejorar alguna vez. Pero es este calor, este ruido a verano, este aroma a yodo y balneario que me arrebatan la cabeza por un rato y me la devuelven un poco más vacía cada vez. Sufro el ajustado traje que me sofoca, las antiparras de plástico que acumulan el sudor sobre el ceño, y el ansia insoportable de secar mi frente que torturan con sádica porfía.

Para decirlo crudamente, estoy ya más que harto de Dunas Blancas, del ridículo Trueno Naranja, de los mocosos que se distraen del espectáculo a cada momento y, por sobre todo, del guión escrito a medias con Valeria en una época en que todo lo hacíamos de a dos: fumar, desayunar, bañarnos, dormir, amar, planificar… Tres años atrás, ese personaje y ese texto sonaban frescos, tiernos e inocentes; pero en este preciso instante, los odio con toda mi transpirada alma. Obtuve el Premio de Teatro Juvenil y olvidé a mi chica; gané la Beca Municipal de las Artes, pero perdí mi alma. Mi orgullo me llevó a creerme mi propia fábula, y mi boca terminó mordiendo la mano que me sostenía.

Fin de la historia, del amor y los sueños compartidos.

¿Qué fue esa luz cegadora? Me permito un rápido vistazo al campanario. Ese reloj debe estar detenido y estropeado, no es posible que la aguja permanezca clavada en el mismo sitio. ¿Están todos tan distraídos como yo? Recito un parlamento que suena a ya dicho hace como diez minutos sin que nadie se percate.

¡Eso es, tiene mucho texto similar y nunca quise podarlo! ¡Eso debe ser lo que distrae a todos los chicos!

Me siento tan mareado y disperso que he recitado la misma frase por quinta vez sin que le importe a nadie. Peor aún, noto que los chicos replican idénticos gestos en las mismas partes, como si se hubieran aprendido la obrita de memoria y acudieran a verla en una suerte de ceremonia o costumbre estacional celebrada una y otra vez por fuerza de la costumbre, como las navidades, las cenas de fin de año y los reencuentros con ex-compañeros del liceo.

Un dolor agudo me acaricia brevemente el cuello, quizá debido a la postura forzada en la que estuve inmóvil sin darme cuenta… ¿por cuánto tiempo? Otra vez aquel súbito resplandor, un relámpago de luz y agonía que me atraviesa el cerebro en el comienzo de cada repetición.

Los chicos no aparentan notar algo anormal; se señalan entre sí con un gesto eternamente inmóvil, y abren mucho la boca observando con ojos redondos como platos el mundo que los rodea. Un mundo petrificado en el Ahora, defendido por un Trueno Naranja desvencijado que —debo aceptarlo— permanece prisionero dentro de un bucle temporal de situaciones repetidas una y otra vez, y del que no saldrá hasta que por fin tenga el valor necesario de hacer algo con su vida…

FLUXUS (XVI)

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Capítulo XVI: La Torre en Jaque

Si fuera un fanático de la simetría, me sentiría loco de contento: a la izquierda, se acercaba el peligro; a la derecha, un aliado inesperado. En el medio, nosotros tres, aguardando que ambos vectores convergieran catastróficamente en el punto donde nos habíamos congelado del espanto.
Pero como suele ocurrir en este mundo caótico, la armonía no dura tanto.
Fusco vio a Gianelli, le dijo algo a Lang y se dirigió hacia el ex-empleado con paso marcial.
—¡Oiga usted! ¿Qué hace aquí? —le gritó, aferrándole el brazo —. ¡Ya no trabaja para esta compañía, anciano!
El Loco se deshizo del apretón con violencia y agitó un puño frente a las narices del funcionario. —¡El señor Biller me convocó para dar una mano con la programación del evento, zopenco! —contestó con el rostro encendido.
Algunos clientes que esperaban su turno observaban la escena y murmuraban. El señor Lang caminó lentamente, como una pantera al acecho, y puso una mano sobre el hombro del rubio para calmarlo: —No hagamos escándalo, Fusco. ¿Este es Gianelli, verdad? Nunca confíe en un subversivo reconvertido…
El aludido hizo una aparatosa reverencia. —¡Qué honor que un nazi de mierda me llame subversivo! Espabílense, subnormales: el Sistema aún requiere de mis habilidades porque soy el mejor en mi oficio, a diferencia de ustedes dos…
Remató el insulto con una carcajada estruendosa, dirigida a ellos pero también a antiguos adversarios. —»Subversivo», ¡qué mentalidad fósil! La verdadera ideología que prevalece es la de los mercaderes. Eso lo aprendí en la cárcel, el único sitio donde el capitalismo realmente funciona. Allí todo tiene su precio, hasta el saludo de los buenos días. Yo sé qué dice la etiqueta que el Sistema pegó en mi frente: «producto con alto valor en el mercado». Ustedes, hijos del odio, son meros peones reemplazables…
Hizo la pantomima de examinarlos con ojo miope. —¿Y qué dice vuestra etiqueta? —Un gesto de asombro exagerado—. ¡A los sádicos a sueldo como ustedes se los compra por dos pesos la docena!
Después de tamaña osadía, cualquiera esperaría una respuesta contundente, pero ocurrió todo lo contrario. Una característica distintiva de los funcionarios del actual gobierno era el miedo a perder las formas ante testigos. En privado eran muy capaces de romperte la crisma sin remordimiento; pero cuando se mostraban en público, cualquier reclamo por su conducta indecente era tomado como un ataque injustificado. Entonces, componían su mejor cara de espanto y se ponían en el papel de víctimas. Lo hacían desde hace tanto tiempo que ya se había vuelto una reacción natural.
Fusco palideció, se dio la media vuelta y marchó rumbo a los ascensores. —¡Voy a comprobar con Biller, y más le vale que sea cierto! —anunció con voz de obsidiana. Lang, más frío y veterano, apenas si reaccionó. Se cruzó de brazos, le apuntó con el mentón y escupió. —No confíe tanto en su suerte, recluso. Podría cambiar en cualquier momento.
Gianelli se alzó de hombros, despreocupado. Aún podía darse el lujo de burlarse de la autoridad. —¡No se preocupe por mí, herr torturador! Su pasado es mucho más sombrío que mi porvenir, y está a punto de atraparlo…
Un fuerte sonido de acople reverberó en los parlantes de la azotea, quebrando la tensión del momento en mil pedazos. Lang murmuró algo que no llegué a entender, y se alejó con ritmo algo veloz.
—Dirigibles del Estado anuncia el arribo del vuelo Asunción-Buenos Aires por plataforma 3. Reiteramos: Dirigibles del Estado… —la metálica voz siguió cacareando los movimientos de las aeronaves, generando un repentino hormigueo de clientes, funcionarios y estibadores. Gianelli estudió el movimiento humano como si obedeciera un patrón sólo percibido por él, cabeceó afirmativamente, y luego se nos acercó.
—¡Salute, camaradas! Bastián, siempre cumplo con mi palabra: aquí me tiene. —Me contempló largamente —. Rambler, ¡cada vez más parecido a tu viejo!
Cossimo Gianelli, el hacker definitivo. Nuestro primer y único encuentro fue en el Hospital General de Agudos, donde mi padre se recuperaba de los efectos colaterales de la huelga federal de cronistas: dos costillas fracturadas, un ojo en compota y el estómago a la miseria por culpa del gas vomitógeno usado por la gendarmería para disolver protestas. Eran más o menos amigotes, compañeros de lucha proletaria (aunque pertenecía al gremio de los Informáticos, Gianelli siempre se sumaba a cualquier reivindicación obrera), y amantes de la bohemia y la vida nocturna. Por aquel entonces, yo estaba en el último año de estudios con los jesuitas, sin tener la más remota idea de qué iba a hacer con mi vida. Dos años después, yo entraba a trabajar en una librería; el anarquista, a la cárcel.
—No conozco a este joven con pintas de paraguayo indocumentado, pero me imagino que debe tratarse de la periodista, ¿cierto? —dijo, y guiñó un ojo a Dolores con expresión de conspirador de opereta.
Ella lo conocía sólo de oídas, una leyenda viviente de los tiempos de las primeras IBMs. Le estrechó la diestra con fuerza. —Dolores Dupreè, de El Porteño.
—¡Leo su columna de espectáculos, niña, y comparto su gusto por el humor inglés, lo único rescatable de esa nación de piratas!
Instantáneamente y sin previo aviso, su carácter se tornó sombrío y receloso. —Ahora bien, les recomiendo que junten sus cosas y me sigan en silencio. El desmadre de gente que se produce durante los despegues y llegadas juega a nuestro favor: necesitamos enmascarar nuestra presencia en una zona no autorizada al personal de servicio. ¡Rápido!
Obedecimos sin chistar y lo seguimos a través del gentío hasta dar con una puerta con cerrojo electrónico de combinación. Los nudosos y hábiles dedos del Gran Gianelli danzaron sobre el pequeño teclado numérico, marcando dos claves memorizadas que resultaron obsoletas. Maldijo por lo bajo. —¡Debieron cambiarla hace poco! No importa, siempre tengo un Plan B…
Rebuscó entre sus ropas de trabajo hasta dar con lo que parecía una máquina tragamonedas en miniatura. Al apoyarla contra la cerradura, los cuatro cilindros comenzaron a girar como sus hermanas mayores de los casinos, sólo que —en lugar de simpáticos dibujos de frutas—, pasaban números del cero al nueve rodando a velocidad de vértigo.
Bastián contemplaba el artefacto con fascinación. —Jamás había visto una de esas…
El Loco lanzó una risita cascada. —Ni la verás en tu vida, pataplana. ¡Es un diseño exclusivo! —El policía ni se mosqueó por el apelativo, ya fuera porque estaba enterado de la desfachatez del anarquista, o simplemente porque comprendía que el tipo era así, que decía lo que le venía a la cabeza sin importarle quién estuviera delante. —¡Jackpot!
La maquinita se detuvo con un cuádrupe sonido de campanas, y arrojó la cifra 1597. —¡Número de Fibonacci, están usando mis algoritmos! —bufó con fastidio.
Empujó la puerta y penetramos en un corto pasillo que terminaba en una nueva puerta, aunque sin cerradura. Nos cruzamos con algunos técnicos que nos miraron sin mucho interés y terminamos en un cuartucho desierto y mal ventilado usado como depósito. Gianelli corrió unas cajas de cartón arrimadas contra una pared, revelando una tapa de metal con la leyenda «riesgo eléctrico» y el símbolo de un pobre trabajador herido por un rayo, estampados con prolijidad. —Esto lo puse para alejar a los curiosos —aclaró.
Con destreza, retiró la pieza que ocultaba un río de cables que corrían dentro del muro. Conocía el sistema de memoria, y no necesitó consultar un plano para encontrar el cable indicado.
—Pásenme la Caja, ¡rápido! Debo hacer la derivación en el menor tiempo posible para que no se aviven.
Como experto cirujano a punto de realizar un delicado bypass cardíaco, dispuso un sistema paralelo conectado a una terminal del tamaño de un bloc de notas corriente que ya tenía preparada. —Esta cosa emite un aviso institucional de la empresa de un minuto de duración. No va a llevarme mucho más conectar a Fluxus…
Cortó el cable, e introdujo con presteza cada extremo en la ficha de entrada y salida del misterioso artefacto diseñado por Karlheinz Stockhausen. Antes de embutirlo en el hueco de la pared, le dio un beso. —De un artista a otro artista —murmuró. Nos miramos con cierto asombro, pero guardamos silencio.
Sólo restaba pulsar el botón de encendido, cerrar la tapa metálica anti-curiosos, y volver a colocar las cajas contra la pared. El menudo y enjuto anarquista se mesó la hirsuta cabellera blanca, nos contempló un instante y expresó con voz emocionada.
—¡Camaradas, estamos por hacer Historia!
Había llegado el momento crucial. Hasta el escéptico Gianelli creía en la caja prodigiosa luego de haberle contado toda la historia («¡Lavado de cerebro mediante mensajes subliminales; así fue como estos jodidos ganaron las elecciones!», fue su conclusión). Todos creíamos en Fluxus; queríamos creer en un Santo Grial que nos salvara de la violencia, la barbarie y la mediocridad de una época nefasta. Anhelábamos ser rescatados de nuestra propia sinrazón, apostando nuestro futuro a las teorías descabelladas de un fantasma del pasado.
Sonaba extraño, pero los tiempos desesperados requieren de medidas desesperadas. Y nosotros cuatro, a esta altura, no éramos otra cosa que gente desesperada.

(continuará)

FLUXUS (XV)

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Capítulo XV: Falsos Impostores

 

Suele decirse que nos movemos en círculos, regresando una y otra vez a los mismos lugares y personas. Si me lo preguntan, opino que aunque nuestro tránsito por esta vida pareciera tomar la forma de un círculo, nuestras huellas han dibujado la perfecta figura de una espiral: volvemos al mismo lugar, pero en un nivel distinto. Experimentamos situaciones que nos resultan familiares, de un modo completamente nuevo.

De modo análogo, mis pasos me habían conducido una vez más al Edificio Lahusen, punto de partida de esta aventura, pero ya no como peón involuntario en una partida jugada por maestros ocultos. Esta noche, si todo salía según lo planeado, caminaríamos como Amos del Juego.

La moción de Dolores para efectuar una prueba piloto con Fluxus sonaba muy sensata y prudente, así que fue rápidamente descartada por las mismas razones. El reloj corría sin volverse a ver si lo alcanzábamos, y el largo brazo del Estado terminaría por aferrarnos del cogote en cualquier momento. Los medios informativos, amos y esclavos del gobierno al mismo tiempo, habían silenciado el incidente en la clínica, y nuestras identidades aún no habían tomado estado público. Por el contrario, estaban más que interesados en la cobertura de lo que bautizaron «el evento del año»: un megaconcierto para celebrar el lanzamiento oficial de la nueva línea de dirigibles «Zephyr» de la DESA. Tenía que ser esta noche, o nunca.

Ya se había montado un monstruoso escenario junto al Obelisco donde varios artistas de reconocida popularidad y dudoso talento meterían bulla, mientras una flota de los flamantes zeppelines sobrevolaría sobre la asombrada concurrencia, tomando la señal de audio y devolviéndola amplificada a manera de parlantes voladores. Todo muy costoso e innecesario, signo de estos tiempos de mercachifles pomposos y desfachatados.

Aquí es donde entraba nuestra pequeña compañía ambulante de falsos impostores: el anarquista Gianelli nos había conseguido pases muy bien falsificados para acceder al edificio como «personal de mantenimiento», imprecisa categoría laboral que abarca tanto a la fatigada señora de la limpieza como al electricista encargado de reemplazar un foco quemado, y que jamás requiere la molestia de una segunda mirada por parte de los guardias de seguridad —también proletarios como ellos, aunque a veces se les olvida su origen.

Nuestra identidad de mano de obra tercerizada no requería de un uniforme particular. Nos habíamos embutido en bastos overoles azules con la credencial prendida a la altura del pecho, y una gorra con visera lo bastante grande como para ocultar nuestras caras duras y embetunadas. El teniente Bastián daba perfecto con el rol de capataz seco y arrogante; Dolores y yo (transpirando bajo sendos bigotes postizos) éramos los silentes e invisibles obreros provincianos, resignados a realizar ingratas faenas físicas porque alguien los había encajado en ese nicho social donde el menor atisbo de queja solía ser recompensado con la deportación lisa y llana de la Ciudad.

Habíamos descargado con gran estrépito nuestros polvorientos rollos de cable, cajas de herramientas y demás pertrechos eléctricos sobre el inmaculado vestíbulo del edificio, ante el aterrado semblante del encargado. Asomó medio cuerpo por sobre el mostrador de entrada para degradarnos con más comodidad —. ¡Este es un lugar de categoría, no la villa de donde salieron!

Clavó su colérica mirada en el rostro del falso líder de cuadrilla. —¡Oiga, dígale a su gente que sea más cuidadosa, ¿quiere?! —Echó una mirada superficial sobre nuestras credenciales—. Pasen rápido, tomen el ascensor de servicio hasta la terraza, y véanlo al señor Biller. ¡Vamos, vamos!

—Gracias, jefe —musitó Bastián, y luego a nosotros —: Ya escucharon al caballero, ¡moverse!

Juntamos el material, y seguimos obedientemente a nuestro pastor, escoltados por un «negros de mierda» que pudo oírse perfectamente bien, pese a la distancia (espacial y social). Para su tranquilidad, tampoco nosotros queríamos ser vistos en ese sitio, así que nos esfumamos con celeridad. Durante tres o cuatro pisos compartimos elevador con una morocha joven y simpática de uniforme rosa que llevaba uno de esos carros de limpieza, cargado de plumeros, franelas y desodorantes en aerosol. Escuchaba música con auriculares, ajena al resto del universo, y cada tanto meneaba la cabeza, silbando la melodía. No podría jurarlo, pero creí reconocer la marcha peronista.

Bastián carraspeó antes de susurrar. —No vamos a ver a ningún señor Biller, ¿comprendido? Nos encontramos con Gianelli, conectamos a Fluxus al sistema de información de los dirigibles, y nos largamos ligerito…

—Fuerte y claro, Bwana —contesté—. Si hay problemas, empezamos a repartir, y que ella se haga humo.

—Si piensan que voy a abandonarlos, se han vuelto locos —terció Dolores, luchando por mascullar sin que se le despegue el áspero mostacho—. ¡Ni piensen que por ser mujer no voy a saber defenderme!

Bastián me miró, buscando en vano mi solidaridad de género. —Créame, teniente: la he visto en acción, y es muy capaz de patearnos el culo a ambos —aseguré. Alzó las cejas, pero nada dijo. No dejé de notar su involuntaria y fugaz mirada de reojo al tamaño de los pies de mi amiga.

Un par de pisos antes de nuestro destino, bajó la chica de la limpieza empujando su carro sanitario. Antes de que se cerraran las puertas del ascensor, le hice un cabeceo a modo de despedida. Sonrió con generosidad dentaria, y me devolvió como saludo el signo de la «V». Me regocijó el espíritu.

—Valor, compañeros. ¡Ni un paso atrás! —exclamé, y comencé a silbar yo también la marcha proscripta como un himno de combate. Mis compañeros asintieron con la cabeza, y de a uno se sumaron a la construcción colectiva.

Estábamos nerviosos, claro que sí; pero no sentíamos temor. Habíamos llegado a creer tan ciegamente en las propiedades sobrenaturales del dispositivo Fluxus que no nos importaba tanto ser descubiertos por las autoridades. Nuestro miedo más grande era al fracaso de no poder completar nuestra sagrada ordalía, de fallar miserablemente y regresar con las manos vacías a una realidad chata y miserable en la que ya nadie posee el valor suficiente para echar a los mercaderes del templo.

El ascensor encalló en el último nivel, arrojándonos a la iluminada terraza que ya conocía de antes, aunque entonces había accedido a ella con otra categoría social, y a bordo de otro tipo de ascensor: el que usaban los ciudadanos respetables, los clientes habituales de la Compañía.

Como era de esperarse, la explanada hervía de nerviosos empleados, técnicos y clientes con cara de fastidio. Encontramos con la vista al loco Gianelli, charlando con un par de tipos muy bien trajeados, probablemente ejecutivos o algo así, y fingimos revisar la tableta de notas que Bastián llevaba bajo el brazo para hacer tiempo. Nos vio casi en seguida y, tras intercambiar un par de frases y saludos con sus interlocutores, vino a nuestro encuentro.

Por desgracia, y desde el punto contrario, también se aproximaban dos figuras que no esperaba encontrar hasta más tarde. Parecían discutir entre sí, a juzgar por sus gestos enérgicos, los rostros airados, las largas y rápidas zancadas de hombres duros y resueltos.

Era cuestión de segundos para que nos topáramos con el señor Fusco, el joven funcionario apaleado en el depósito, y el implacable señor Lang, Amo de los Espías.

 

(continuará)

FLUXUS (XIV)

 

Capítulo XIV: Enemigos del Estado

El vetusto Kaiser Eco 2006 del teniente Bastián devoraba cada kilómetro de asfalto como si fuera el último, y quizá así terminara por ocurrir. Era cuestión de minutos para que el Amo de los Espías nos declarara oficialmente Enemigos del Estado, y cada esquina que dejábamos atrás podía esconder un oscuro automóvil sin patente dispuesto a llenarnos de plomo sin hacer preguntas.
—Antes de que nos matemos, quisiera agradecerles la ayuda, chicos. ¡No entiendo cómo lograron encontrarme, pero llegaron en el momento justo! —comencé a decir, pero el policía me cortó en seco con un gesto brusco.
—No agradezcas tanto, Rambler. Resulta ser que Ramírez, mi subordinado, te seguía muy de cerca por orden de Lang, y yo lo seguía a él por mi propia seguridad. ¡Estaba planeando quedarse con mi puesto, el muy infeliz! —Temblaba de ira, tanto o más que el viejo cacharro convertido a biodiésel que, cuadra tras cuadra, nos alejaba de la sombría clínica donde pude haber terminado como Santana.
Dolores estaba aterrada, pero se cuidaba muy bien de evidenciarlo. Aunque la consideraba muy valerosa y emprendedora, seguía siendo una mujer en un mundo cruel manejado por hombres violentos.
—El teniente me llamó cuando supo que te habían secuestrado —Su voz, aguda y vibrante, resonaba en la penumbra del vehículo como las cuerdas de un laúd suspendido. Permanecíamos agachados en el asiento posterior, dos bultos acurrucados que intentaban pasar desapercibidos a los ojos curiosos—. Tenía el plan de que lo acompañara haciéndome pasar por una enfermera de la Metropol.
Bastián maldijo a voz en cuello. —Perdone, Dolores… Hacía rato que Ramírez espiaba para Inteligencia, y les contó lo de esa bendita Caja de Música. ¡Tuve que retorcer bastante a ese pollo para que largara prenda! Seguí a los que te habían raptado, y cuando vi que te llevaban a ese matadero, decidí actuar por mi cuenta. Sabía que no iban a entregarte bajo mi custodia tan fácil, pero confiaba en confundirlos… ¡hasta que apareciste en la oficina del Administrador! Te torturaron, ¿verdad?
Largo suspiro a modo de respuesta. —Electricidad. Me llevaron al punto de ruptura varias veces; no sé si dije algo, o cuánto: entré en catatonia. Supongo que no tengo lesiones internas. —Elegí las palabras con cuidado, porque sabía que a Bastián le resultaban inaceptables los apremios ilegales. A lo sumo, permitía una buena biaba y mucho ablande psicológico, pero en toda su carrera jamás había torturado a un sospechoso. Por eso los malandras lo respetaban, aunque sus superiores en la repartición lo despreciaran por su «legalismo» e integridad. Por las dudas, no pregunté por la suerte del doble agente desenmascarado.
—Había preparado papeles falsos que autorizaban tu traslado… pero ahora nada de eso importa: estamos los tres con la soga al cuello, mi viejo. Aún me quedan algunos amigos en Uruguay, si es que logramos pasar la frontera… —prosiguió, con más convicción de la que seguramente sentía.
De las entrañas de la noche surgió un móvil policial que se nos pegó como un sabueso infernal. Bastián sacó la mano por la ventanilla e hizo destellar el sol cachuzo de su placa policial a la luz de los faros de nuestro perseguidor. Éste hizo sonar la sirena brevemente, un amable gañido de disculpa ante el macho alfa, y luego redujo la velocidad para regresar mansamente a su madriguera. —Tranquilos, que no han librado un pedido de captura oficial contra nosotros… por ahora —concluyó, con acento lúgubre.
—¿Adónde vamos a ir, Teniente? —Dolores espiaba por la ventanilla, pero  no se veía gran cosa. La zona que atravesábamos (un barrio obrero de casuchas con techo de chapa) estaba sin luz hace tres días, aunque a nadie le importara—. Una chica de la redacción me avisó que unos tipos duros se dejaron caer para preguntar por mí. Creo que él tiene razón, Rambler. También tengo amigos en…
No la dejé continuar. —Los felicito por su nivel de popularidad, compañeros de infortunio; pero no vamos a involucrar a gente querida en esta conjura. Yo también tengo amigos, y como buen investigador, en los sitios adecuados: Transportes y Comunicaciones. Voy a reclamar viejos favores, pero no para buscar cobijo como un animal herido, sino para devolver el golpe.
Bastián redujo la velocidad del Kaiser hasta dejarlo morir junto a una fábrica abandonada. —¿Cuál es tu plan, Napoleón? —Giró para mirarme a la cara antes de hablar, y en sus ojos hallé la chispa de un fuego vengador.
—Infiltrarnos en la propia Compañía de Dirigibles del Estado para conectar a Fluxus con el sistema de Información Pública.
Expliqué a Bastián sobre las propiedades casi mágicas de la Caja de Stockhausen. —Si es capaz de hacer lo que su creador afirmaba, podemos diseminar el mensaje subliminal por la Red como una infección neuronal.
El policía prendió uno de sus cigarros negros liados a mano. Hedía a soga quemada, pero me hacía acordar a mi abuelo anarquista. Ese recuerdo hizo detonar una bomba en mi cerebro:
—¡Gianelli! ¡Cossimo Gianelli! —exclamé, sin detenerme a preguntar si esa ocurrencia era mía, o implantada por un fantasma justiciero—. ¿Lo conoce, Bastián? Un viejo programador convicto en los ochentas, y «reconvertido» como experto seguridad informática.
—¡Lo recuerdo perfectamente! —Chasqueó los dedos, y se tomó la frente un breve instante—. «El Comando Fortran», uno de los primeros casos en los que me dejaron meter la nariz. ¡Qué tipos! Al estilo de las brigadas internacionales antifranquistas, aquel grupo reclutaba genios rebeldes para combatir al Sistema, o eso afirmaban. El Loco Gianelli: purgó diez años en un campo de reeducación, y fue repatriado con el cambio de milenio. ¿Trabaja en la DESA?
Cabeceé afirmativamente mientras encendía mi primer cigarrillo en libertad. —Se lo sacaron de encima con la jubilación mínima, pero de vez en cuando lo llaman para arreglar lo que los novatos no pueden. No me costaría demasiado convencerlo de unirse a nuestra cruzada.
Dolores me había devuelto la caja aun envuelta en mi bufanda. —Deberíamos hacer una prueba para ver si funciona, aunque no me imagino cómo —añadió. Estaba animada, y los hamsters en su cabeza debían estar corriendo como locos. Había logrado infectar a mis compañeros con una especie de perverso entusiasmo por quebrar el orden: dos curas y una monja fantaseando con una orgía en la capilla.
Rogué para mis adentros que esto terminara bien. De lo contrario, ¡que Dios nos encuentre confesados!

(continuará)

FLUXUS (XIII)

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Capítulo XIII: La Muerte Viste de Blanco

La habitación no lucía tan huérfana de ocupantes como hubiera deseado. Se trataba de la oficina del doctor Solano, Director de la clínica; un pájaro flaco y larguirucho con cara avinagrada, cabello blanco y revuelto, y los anteojos con más aumento que hubiese visto en mi vida. Me recordaba a un buho molesto porque lo hubieran despertado de su siesta. Posiblemente fuese así, por el modo en que me miraba desde la respetabilidad de su carísimo escritorio de estilo.

Del otro lado de su trinchera, dos personajes familiares que yo no lograba encajar en esta situación: mi amiga Dolores y el mismísimo teniente Bastián, cómodamente instalados sobre elegantes butacas cromadas.

—Estábamos por ir a buscarlo; pase, por favor —anunció, y se levantó con una sonrisa de plástico en el rostro. Dolores replicó el gesto, y confieso que ambos me preocuparon.

El dueño de casa también se puso de pie. —¿Quién es este individuo? —graznó.

Detrás de la puerta se filtraban pasos que se aproximaban y una voz imperativa que comenzaba a odiar con toda mi alma. Eché llave a la puerta, cubriendo mi acción con el cuerpo.

—Como ya debe saber, este individuo es el señor Rambler, retenido bajo su voluntad en su clínica nazi — respondí de muy mal talante. Necesitaba con urgencia comer, fumar, embriagarme y recuperar el control de mi vida. Pero, por sobre todas las cosas, deseaba con el alma ajustarle las cuentas a ese Lang, y calculé que no faltaría mucho: alguien manoteaba el picaporte de la puerta con frenesí. Tres fuertes golpes y un grito:

—¡Doctor Solano! ¿Se encuentra ahí? — Era el doctorcito apaleado.

Bastián dejó de sonreir, y extrajo un pistolón que no se veía muy reglamentario. —Doctor, basta de fingir: me llevo a este paciente…

Cualquier otro tipo en su lugar hubiese exigido explicaciones, o ensuciado los pantalones del miedo; pero este médico simplemente exhibió una amplia sonrisa de autosuficiencia, tan ofensiva como una bofetada, y meneó la cabeza en negación.

—¡Doctor Solano! — insistía la voz.

—No sé quién es este hombre, ni quién lo trajo aquí — respondíó con frialdad. —Usted afirma ser policía y acude a mi clínica acusándome de secuestro. No tiene derecho, ni tengo por qué escucharlo: cuénteselo a la policía. A la verdadera, quiero decir…

Solté un largo silbido. —Doc, le concedo la sangre fría y la cara dura para hacerse el ofendido; pero sepa que no está engañando a nadie. Cualquier pataplana en esta ciudad sabe que los Servicios de Inteligencia usan su loquero para torturar a detenidos: no joda, compañero…

Acusó el golpe con una sonrisa, y se dispuso a limpiar sus gafas con un pañuelito de papel descartable. —Usted está muy perturbado, caballero. Psicosis, paranoia… Ha atacado con violencia a varios ciudadanos respetables… incluyendo al dueño de ese guardapolvos que lleva puesto, si no me equivoco. No puedo darle el alta: representa un peligro para la seguridad de…

Bastián no lo dejó continuar. —¡Cállese la boca, sirviente infeliz! Y si piensa que no me doy cuenta lo que hace su mano derecha bajo el escritorio, es más inútil de lo que creo. Arriba las patitas… — Le apuntó con el arma a la altura del pecho, para dejarlo más en claro.

Solano, que no necesitaba de diplomas para reconocer a un hombre violento, alzó los brazos al instante. Rodeé el escritorio y abrí del todo el cajón que tanto preocupaba al doctor. Extraje un bonito revólver con aspecto de haber sido usado durante largo tiempo.

—Para ser un psiquiatra, le gustan demasiado los fierros, Doc. No es más que un sádico con bata blanca. — Pero nada de lo que dijera podía afectarlo, y sólo me respondió con el desprecio de su sonrisita condescendiente.

—¿Creen que van a salir de acá como si nada? Hagan la p…

No pudo terminar la frase. Quienes pretendían entrar podrían haber derribado la puerta a patadas o con un hacha, pero en cambio eligieron volar la cerradura a tiros. De inmediato, los tres nos parapetamos tras el sólido escritorio. El teniente disparó contra la puerta, casi sin apuntar. Mi arma resultó estar descargada, y manoteé a ciegas adentro del cajón en busca de balas. Algo húmedo y caliente mojó mi mano, y levanté la vista: Solano me miraba fijo, con su desagradable sonrisa congelada en el rostro y un ojo suplementario en la frente.

Desde afuera resonaron ayes de dolor y pasos fugitivos. Bastián se levantó con precaución y ayudó a Dolores a hacer otro tanto. —¿Están bien? —preguntó.

Ella asintió, asustadísima. Señalé con el pulgar al muerto.

—Yo también, aunque el diagnóstico para el buen doctor no es tan favorable: sobredosis de plomo…

Bastián lo contempló con algo parecido al asco. —No se pierde gran cosa, de todos modos.

Abrí lo que quedaba de la puerta con infinita cautela, pero no había nadie en el pasillo, a excepción de unos cuantos casquillos de bala y una colección de sangrientos pasos de baile estampados sobre el piso de blancas baldosas, y que se desvanecían camino al portón de entrada. La alarma ya no se escuchaba, pero el silencio aturdía aún más.

—No me gusta tanta calma, compañeros. Intuyo un batallón esperándonos afuera…

Dolores halló su voz, y señaló la pared detrás del muerto. —Chicos, eso no estaba ahí cuando vinimos…

El tabique de madera salpicado de sangre se había movido hacia un lado unos centímetros. Se trataba de un panel deslizable que funcionaba como puerta secreta o salida de emergencia. Un botón oculto debajo del escritorio liberaba el cerrojo: el médico debió haberlo pulsado antes de morir. Empujamos un poco más, y descubrimos un tramo de escaleras que se adentraba en las penumbras.

Antes de escapar, me quité la bata y limpié cualquier superficie sobre la que ellos dos pudieran haber dejado huellas. Aunque me encontrara bajo la mira del señor Lang, no deseaba que también terminaran involucrados. Bastián comprendió al instante y, tras haber borrado sus propias impresiones dactilares, plantó su pistola en la diestra del muerto. Luego disparó contra la puerta un par de veces más, ante el desconcierto de Dolores.

—Habrá suficientes residuos de pólvora en su mano para el test de parafina. No es concluyente, pero puede que tengamos suerte y el Capitán me asigne este caso — explicó, no demasiado convencido.

Por ser el único armado, Bastián encabezó la marcha, y nos pegamos a él como niños perdidos en la noche. Descendimos hasta un subsuelo medio roñoso y abandonado, conectado con un pasillo recto y mal iluminado que nos condujo hasta una vulgar puerta de hierro, como la de una respetable casa de familia. Invocando a la fortuna, nuestro guía accionó el picaporte y dio un tirón seco.

No tenía llave: estábamos libres.

(continuará)

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